Carlos Castillo Quintero
1
El barco estaba sobre el separador
de la autopista, con el casco oxidado y la hélice carcomida por la herrumbre,
ahí, al final de la tarde, encallado bajo el puente de la estación Toberín, sin
que nadie reparara en él, excepto Anamilé.
No era muy grande, claro, pero ella pensó que una persona
—una pareja, inclusive— podría vivir allí, en esa estructura de hierro y madera
que conservaba todavía algo de la pintura amarilla de otros tiempos. WAR IS OVER, se podía leer en uno de sus
costados.
Anamilé llevaba ya cerca de quince minutos recargada contra
la baranda del puente de la estación, tomándole fotos con la cámara de su celular.
¿De dónde habría salido? ¿Por qué nadie lo retiraba de allí? Miró la hora:
6:20, pensó que debería irse, porque ya se le estaba haciendo tarde.
Desde que al director se le había dado por filmar en la
noche, ella estaba cada vez más agotada. Sentía que ese trabajo, en últimas,
había resultado más pesado que sus jornadas en el Excalibur. Pero no sería por mucho tiempo, dos o tres películas más
y reuniría el dinero suficiente para irse a vivir a Cartagena, y montar la
boutique.
Tuvo la intención de bajar y entrar al barco, pero la
policía de tránsito ya había llegado y estaban acordonando el lugar. El WAR IS OVER permanecía varado en el
crepúsculo, ajeno al barullo que se estaba formando a su alrededor, como si la
pátina de sal y algas de su lomo le permitiera viajar sin necesidad de estar en
el agua.
El nombre del barco hizo que Anamilé recordara a su papá.
En un instante retornó a su infancia, allá, en la casa de la Colina. Recordó a Joanna,
su hermana melliza, al camarote en el que durmieron hasta la adolescencia; y a
él, tarareando I don’t wanna face it, de
John Lennon, hasta mucho después de que ellas se durmieran. Detrás de la puerta
del cuarto, su papá había pegado un afiche de Lennon y Yoko Ono; en la parte de
arriba de ese afiche decía: WAR IS OVER y
en la de abajo, en letra más pequeña: If
you want it.
Miró de nuevo la hora: ahora sí se le
había hecho tarde. Además, había comenzado a llover. Era una llovizna rala,
suave, como la que a ella le gustaba. Pensó que hacía rato no dormía bien, que
quizá sería buena idea irse a la cama ahora mismo, olvidar todo. Quedarse
tendida, sola, y flirtear con el ruido del agua. Soñar.
Los sueños hacen
parte de la realidad, y muchas veces son más reales que la vigilia —decía su papá, cuando alguna de las dos no quería ir al colegio—: Sigue soñando. Un beso. Una nota
disculpando a la perezosa. Todo el amor del mundo. Escuchó esa voz, muy adentro
de su cabeza, allá lejos.
En su cartera buscó el paquete de
Marlboro. Prendió uno, y se puso a fumar como si no tuviera prisa, como si esa
noche de jueves le perteneciera, y estuviese allí, en ese puente, solamente
esperando a unos compañeros de semestre. Irían a un bar del Parque de la 93, a
beber cerveza, o mejor unos vodkas, o un Martini para renovar la piel, desde adentro,
y devolverle su calidez. Irían a hablar y escuchar música —sin preocupaciones—
mientras afuera la noche seguía, con su lluvia. Abandonaría, a su suerte, a esa
pequeña embarcación que bajo sus pies continuaba su viaje imaginario llevando
un mensaje de paz a Nueva York, Londres, Toronto, París, Roma, Berlín, Atenas,
Buenos Aires, Delhi y Tokio. No supo por qué pensó en esas ciudades. Sonaban
bien. Entre todas eran el mundo. Un mundo lejano que no conocía. Ella iría a
bailar con sus amigos, a ser feliz, a celebrar la juventud. Y a enamorarse,
mientras en una terraza, en Liverpool, suena I can't get no satisfaction…
Pero antes de que en su cabeza inicie a cantar Mick Jagger,
un calambre en la pierna izquierda la obliga a recargarse contra el puente —el
trabajo realmente la tenía mal, cansada, y llena de moretones—. El dolor subió
por su espalda. En ese momento vibró su celular, timbró, se le soltó de la mano
y cayó a la Autopista. Se hizo pedazos, claro. Miró los restos iluminados por
los automóviles que pasaban, y pensó que así luciría el cadáver de un suicida
mecánico, un marcianito verde biche, como su malogrado aparato. Sonrió. Pensó
en las fotografías que había tomado. ¡Lástima! Quien la estaba llamando
seguramente era Richard, el director. Sonrió de nuevo y su sonrisa se iluminó,
salpicada por la lluvia. Recordar a su papá, en definitiva, le hacía muy bien.
Prendió otro Marlboro. El calambre se había ido.
2
«Club de encuentros»,
así se llama el último film que Anamilé está protagonizando. No tiene libreto.
El director, antes de entrar al set,
comenta con los actores dos o tres cosas básicas sobre cómo se van a dar las
situaciones, luego los deja en completa libertad. La película es en realidad
una serie de cortos. La única mujer que trabaja allí es Anamilé, la
protagonista, la estrella. Los actores cambian a diario. Son muchos, ella no
lleva la cuenta. El Club recibe a
uno, dos, tres o más hombres que comparten una fantasía; la mujer los
satisface. Cada encuentro es un
corto. Anamilé sospecha que sus coprotagonistas no son actores, sino clientes.
¡Qué importa! A nadie le importa. Tiene maltratadas las rodillas. Su boca no da
más. Ella no da más. Trabaja diez horas diarias y cada película se filma en
una, o máximo en dos semanas. Ésta ya es la cuarta. Las anteriores tres han
sido un éxito. Richard ya cambió de carro.
En la calle, Anamilé teme que la reconozcan. Teme en el
supermercado, en el gimnasio. Ella teme y le duele todo. Le duele.
3
Empezó a gemir, en sueños. Germán la despertó. Ella le
contó lo que había estado soñando:
«Apenas está amaneciendo. Regreso del trabajo, en un bus de
Transmilenio que está casi desocupado. Me siento en uno de los puestos de
atrás. Más adelante va un jovencito, luce un copete de Alf que me parece
chistoso. Voltea a mirar y siento un escalofrío: está pálido, como un muerto;
su mirada es inexpresiva. El bus se detiene en la estación de la Calle 100, y
se sube una mujer con un bebé de brazos, arropado con un chal negro. Se sienta
en la silla al frente mío. En la siguiente estación la mujer se levanta y se
va, dejando al bebé abandonado, a punto de caer. Voy y lo tomo entre mis
brazos. Al descubrirlo veo que no es un niño, sino un muñeco: Chucky, el
asesino, con su pantalón azul, su camiseta a rayas, las tirantas, y esa mirada
infernal. Intento soltarlo, pero no puedo. El muñeco sonríe. El muchacho del
copete me mira de nuevo, y también sonríe: su dentadura es una costra. Entonces
Chucky se levanta, se apoya en mi cinturón y me toma de los hombros, me
estruja. Grito. Me despierto y tú me estás mirando. Grito de nuevo».
Anamilé esta temblando. Germán la toma entre sus brazos y
le acaricia la cabeza, como a un niño pequeño. Ella se duerme de nuevo,
abandonada en los brazos de aquel hombre que apenas conoce.
Es una habitación grande. Al lado hay otra, una sala. No es
un lugar lujoso, pero sí mucho mejor a los que ella normalmente va. Germán
trabaja en la policía: es piloto, o por lo menos eso le ha dicho. Casi la dobla
en edad, pero a Anamilé eso no le interesa, Germán le agrada.
Ésta es la cuarta vez que él la busca, en una ocasión
anterior incluso la invitó a su casa, pero ella no quiso. También la ayudó a
dejar su trabajo en el Excalibur, y
la recomendó con Richard. Le prometió ayuda para montar la boutique.
Anamilé vuelve a soñar:
En el sueño Germán vuela en un helicóptero de dos hélices,
poderoso, igual a los de Ávatar. El
aparato atraviesa el firmamento, de una isla celeste a otra, roncando.
Intempestivamente sufre una avería, y
cae, en mitad de una tupida selva. En el sueño a ella se le figura que aquella
es una selva de bonsáis. Ahora Germán no es piloto sino un habitante de la
jungla. Está barbado. Ella lo ve correr, semidesnudo, con un cuchillo en la
mano, persiguiendo a un animal multicolor parecido a un cerdo. Lo ve
triunfante, con un pie sobre la bestezuela que yace entre el pasto, con los
ojos vitrificados. Germán se golpea el pecho con los puños, y grita como un
loco: Es el grito de victoria de Tarzán
el Hombre Mono, dice Germán en el sueño. A ella Tarzán le suena a nombre de perro pekinés.
A pesar de que ahora permanece cansada y no le
gusta salir, el sábado anterior aceptó la invitación de Germán. Estuvieron en
el Centro Comercial Avenida Chile, haciendo compras, fueron a cine. Antes, él
le dijo que ella le gustaba mucho, que vivieran juntos. Que si quería le
montaba un negocio, aquí, en Bogotá.
Vieron «Una noche en París», la última película de Woody Allen, y desde entonces
Anamilé se llenó de melancolía. Le dijo que no, que no era buena idea vivir
juntos. Él le pidió que lo pensara. Ella se prometió no verlo nunca más.
El domingo estuvo de mal genio durante todo el día. Se
recriminó por haber aceptado aquella invitación, por darle confianza. El lunes,
en el trabajo, estuvo nerviosa, distraída y Richard la gritó, fue grosero. El
martes también. El miércoles —ayer—
inició a tomar valeriana y a escuchar I can't get no satisfaction, una y otra vez.
Hoy, al despertar, ya
pasado el mediodía, buscó el frasco de valeriana. Su mano,
torpe, lo dejó caer, y dañó la alfombra. Ahora se le había caído el celular.
Pensó, con tristeza, que todo lo suyo tendía hacia abajo. Miró hacia el cielo.
Buscó las islas flotantes, la jungla en donde un diminuto Germán cazaba en una
selva de bonsáis, pero no vio nada. Pensó que quizá existiría un cielo marciano
a donde iría a parar el alma de los celulares, sus fotos, su música…
¿Se puede escuchar
música en el cielo?, preguntó, en voz alta, y una
señora que pasaba por el puente con dos niños de la mano se quedó mirándola.
Anamilé sonrió: la señora lucía una cabellera negra, con un mechón blanco a un
lado, igual a Titania, la muchachita de X-MEN que con un beso puede extraerle
la vida a la gente.
Los policías hacía rato que se habían
llevado al WAR IS OVER, remolcado por
un tractor. Sólo le quedaba un Marlboro, y definitivamente ya era muy tarde
para ir al trabajo. ¡Qué importa! Se sintió feliz, liberada. Sólo lamentó no
tener en qué escuchar música, dónde ver la hora… y por primera vez se dio cuenta
de lo mucho que dependía del marcianito verde biche que yacía sobre la
Autopista.
Prendió el último cigarrillo y esperó.
En su cabeza Mick Jagger cantó I can't get no satisfaction, pronunció don't play with me because you play with
fire como nunca antes, y ella lloró. La lluvia hacía
rato había cesado. Anamilé sintió que el tiempo que había permanecido allí, en
el puente de la estación de Toberín, esa última hora —o quizá menos— había sido
el momento más feliz que había pasado en los últimos años.
Se ubicó sobre la calzada del Transmilenio. Calculó bien.
Por última vez miró al cielo. Era una bóveda ciega.
A lo lejos vio una oruga roja que avanzaba, rauda, repleta
de gente, y se lanzó. Segundos después apenas era una masa de carne arrollada,
una mancha sobre la Autopista que pronto iba a desaparecer, como el marcianito,
como el WAR IS OVER. Y nadie sabría
que había estado allí.
* * *
Derechos reservados
© Carlos Castillo Quintero
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© Carlos Castillo Quintero
Imágenes:
1. Femme enfilant son bas (1894)
Henri de Toulouse-Lautrec
2. La Blanchisseuse (1884-1888)
Henri de Toulouse-Lautrec
3. Reine de joie (1892)
Henri de Toulouse-Lautrec
4. Suzanne Valadon
Henri de Toulouse-Lautrec
5. Seule (1896)
Henri de Toulouse-Lautrec
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