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La máquina del tiempo


                                                                                                             
                                                                                                               Por Carlos Castillo Quintero
Le pregunté a Juanjo —que tiene 14 años— cómo le había ido en su primer día de colegio, y me respondió: “Fue como viajar al pasado”. Así, lo que apenas era un saludo convencional, se convirtió en un sugerente vínculo a una de las obsesiones recurrentes de la Humanidad: los viajes en el tiempo.              

Y ya me disponía a plantarle charla sobre La máquina del tiempo (The Time Machine) la novela de H. G. Wells, publicada por primera vez en Londres en 1895, cuando mi adolescente interlocutor complementó su frase inicial: “Pero a un pasado aburrido”, dijo.   

Había tenido clase de “Castellano” durante todo el día; es decir el profesor de esa materia fue nombrado como director del curso y por esa razón los “anestesió con su labia” (eso dijo Juanjo) en esa inicial y trituradora jornada. Le pedí que me explicara un poco cómo fue el asunto del “viaje al pasado” y, a grandes líneas, esto fue lo que me contó:       

El aludido profe tiene unos 55 años, se viste igualito a Mr. Bean y usa bigotes como los de  Federico Nietzsche. Durante la primera hora dejó bien claro que él era un “intelectual”, es decir un hombre hecho de ideas, una conciencia razonante. También habló de su formación, se refirió a la “autopista académica” que le ha permitido ocupar el puesto que hoy ocupa (es decir profesor de “Castellano” en Octavos y Novenos) y dejó claro que el tipo de cultura que él encarna es uno de los requisitos básicos para triunfar en la vida… (Para hacer esta descripción Juanjo consultó varias veces su libreta de apuntes). “El cucho está loco —afirmó el viajero en el tiempo— ya hacia el final de la clase dijo que él había declinado la escritura de su Obra Maestra por dedicarse a la docencia, tiene huevo”.   
Y es que todo lo que el profesor expelió bajo su bigote nietzscheano durante esa primera clase, nada tiene que ver con los intereses de Juanjo: él toca guitarra eléctrica, mantiene un blog en donde semanalmente habla de las mejores bandas de Thrash Metal, juega Deus Ex: Human Revolution tres horas diarias, pero ante todo es un gran lector. En su mochila, durante las vacaciones, cargó con The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde novela de Robert Louis Stevenson que está releyendo (en inglés, idioma que maneja bien) porque quiere extractar de allí la letra para unas canciones.        
           
Y mi interlocutor, que bien podría no llamarse Juanjo sino Sergio, o Sebas, o Milena, o Nata… representa —quizá— a los adolescentes que estudian bachillerato, muchachos que llegan al colegio y soportan la neurosis y otros trastornos de somatización de sus profesores, y son blanco de la declinación de la secreción de estrógenos de sus maestras y, como si fuera poco, tienen que cargar con las frustraciones creativas, sociales y hasta económicas de quienes los tienen atrapados por más de ocho horas diarias en un aula de clases. “Cuchos”, es decir seres de una era anterior que se negaron a evolucionar, representantes del Siglo XX que usan trajes medievales y no se han enterado de los cambios radicales que determinan la sociedad contemporánea. 
                            
Y no es que no tengan nada que enseñar, ni mucho menos. O que un viaje al pasado no sea una excursión deseable (El Dr. Jekyll y Mr. Hyde son un buen ejemplo). No señor. El asunto es que lo que enseñan está anclado en valores y metodologías caducas, y el viaje que representan es “aburrido”. Viajar a través del tiempo —dicen los físicos— es un concepto de desplazamiento hacia delante o atrás en diferentes puntos. Y ese “desplazamiento” sugiere el abandono de posiciones ruinosas como el abusivo ejercicio de la autoridad que muchos docentes, en pleno Siglo XXI, siguen enarbolando como su único argumento.   
          

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