Mesalina, 1959, Antonio Saura Por: Carlos Castillo Quintero Hace veintisiete años vi la ciudad por primera vez. En el Terminal de Transportes el frío se deslizaba —triste— por entre los buses de Rápido Duitama (lasGacelas) y los de Coflonorte. Sentí ese viento gélido sobre el rostro que anticipa la niebla, la aridez: primera maldición con la que cargan estos riscos y que se atribuye a Hunzahúa. Una muchedumbre rala daba tumbos entre las casetas de tinto, los baños, los puestos de fritanga. Un voceador en muletas con gran algarabía anunciaba la salida de los buses para el Valle de Tenza, y un niño de rostro cetrino y greñas ásperas le competía las monedas. El lotero de ojos zarcos me miró y, atento a las rutas de la fortuna, huyó de mi presencia. Seguí a los que iban hacia la Plaza de Bolívar. Había muy pocos carros y mucha gente melancólica, ida. En el Cenicero reclutas y domésticas amansaban las horas sin mucho afán, tomados de la mano, mirando a hijos ...
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