Y hay un espejo que te aguarda
en vano.
Jorge Luis Borges, Límites
I
Desde que cerraron la
fábrica de vestidos para muñeca de Míster Klevens, él se la pasa en los
parasoles del Marie Rogêt jugando
póker. Nosotros vamos a verlo porque es gringo, porque nos brinda de su paquete
de Virginia Slim Rosé y porque a
veces nos regala monedas de veinticinco centavos de dólar. Eso decimos, pero en
realidad vamos para ver a Monina.
Monina
Klevens es más grande que nosotros, está en sexto, y mata las tardes de calor
nadando en la piscina del Club Social. A las siete de la noche baja, con el
cabello todavía húmedo, y antes de que llegue a recoger a su papá nosotros la
sentimos: Pequeño Alf se pone a silbar un tema de los Beatles,
Germán comienza a sudar, yo enciendo el cigarro que me ha ofrecido Míster
Klevens y antes de que ella bese la mejilla rosada de su papá ya estamos
adentro, jugando billar.
Germán,
el mayor de los tres, ya cumplió dieciséis años y lo único que quiere en la
vida es entrar a la policía para ser piloto de helicóptero. Primero quería ser
ciclista pero desde que vimos el rostro ensangrentado de Lucho Herrera, cuando
se cayó en la etapa del Tour entre Autrans y Saint-Étienne, le entró miedo.
Pequeño Alf se la pasa fumando bareta y le importa un carajo todo. Estudia porque su mamá lo tiene chantajeado con el cuento de que si le hace tener malos genios le va a dar el tercer ataque de trombosis, y se muere. El segundo ataque le dio hace como dos meses: nos fuimos en bicicleta hasta Zetaquira, y Pequeño Alf se salió de la casa con las llaves y dejó a todo el mundo encerrado. La mamá de Pequeño Alf está vieja, tiene la cara torcida y a todos nos da miedo de que de verdad se muera, por culpa nuestra.
Yo sólo quiero
irme de aquí. Quiero ir a Nueva York a estudiar Artes, y ver a algún cantante
famoso —Mick Jagger, por ejemplo— caminando por la Quinta Avenida cogido de la
mano de una muchacha que lo mire como si él estuviese en una tarima, en mitad
de un concierto (en mis sueños soy yo quien camina con Monina, y la mira); o a Bogotá para vivir con Enrique, mi hermano mayor, estudiar
en la Nacional y pasar las tardes con
él, en Abbott & Costello, bebiendo cerveza y escuchando
Rock and roll; y para acompañarlo a las reuniones del Sindicato. En últimas
quisiera ir a Medellín para unirme a la tropa de Gonzalo Arango, pero el
profeta hace años que se murió, y aquí ni siquiera hay dónde leerlo. Este
pueblo es una cárcel sitiada por el Páramo del Vijagüal.
—Hola viejo —le dice Monina a su papá,
en inglés, y sus palabras en mis oídos son pequeños aviones de papel.
Míster Klevens se despide de todos, sonriente, y se van.
Nosotros salimos a la puerta del café y los vemos atravesar el parque: él, muy
alto, caminando sobre sus botas de suela ancha, con sus pantalones caqui hasta
la rodilla, como una jirafa feliz; y ella prendida a su brazo, segura, en
sandalias, vestida con una bata estampada con pececitos de cristal que la brisa
de la noche pega a su cuerpo. Se va levitando sobre los adoquines repletos de
flores de ocobo.
Antes de irse, Monina voltea a mirar y sonríe: sus ojos
verdes se detienen un momento en los míos —eso creo— y siento que me falta el aliento,
el sol que hace más de una hora se ha ido vuelve a entrar por las ventanas del
billar, y siento que brilla más que nunca, y esa noche fijo no puedo dormir.
Entonces le echo la culpa al millón de luciérnagas, al griterío que arman
amándose en el solar de mi casa, en el reverso de la lluvia, como caníbales.
II
Cuando llueve, este pueblo es el más miedoso
de la Tierra. Antes del aguacero las golondrinas revoletean en la parte de
arriba del cielo; los copetones van de un árbol a otro, conversan, y en familia se recogen en sus nidos.
Las ratas de monte —negras y pardas— corretean entre los
cafetales, salen de los restos de maíz, emergen del empedrado del Camino Real,
brotan de la labranza y uno llega a pensar que por aquí hay más ratas que
gente. Las viudas preparan olletadas de tinto y se meten entre las cobijas a
escuchar por radio las aventuras de Arandú
el Príncipe de la Selva, a dormir, a pensar en el amor —a solas—, y a soñar que
los muertos están definitivamente muertos, o bien dormidos, y que esa noche no
vendrán.
Aquí, en este pueblo,
la lluvia no crece como los niños en el vientre de su mamá, o los geranios en
las macetas, sino que comienza de una sola vez: las esclusas del cielo se abren
y toneladas de agua caen sobre las tejas de barro, sobre las tejas de zinc,
sobre las tejas de eternit, en gavilla, y arman un alboroto de los mil
demonios.
En días como esos, los asiduos del Marie Rogêt van al mezanine del café y desde allí ven cómo
la lluvia castiga los parasoles, busca las acequias del parque y se precipita
hacia la plaza de mercado arrastrando las flores de ocobo: las blancas, las
rosadas, las amarillas, todas… como si bien abajo, en el río, alguien estuviera
preparando un perfume y hubiese hecho un pedido urgente.

III
Son las seis de la tarde. Es domingo, día de mercado. Fin de mes y
llueve. Y cuando llueve en este pueblo, la nariz se le atranca a uno con el
olor de la lluvia, que es igual de espeso que el olor del miedo. Temes entonces
por lo que pueda bajar de la montaña cabalgando sobre el agua: cuerpos, cabezas,
torsos, brazos, uñas todavía atrapando su último ramalazo de luna. Temes, y no
sirve de nada cerrar los ojos, menos lanzarse en paracaídas al canto de tu
mamá: ella también está asustada porque sabe mejor que tú que mezclado con el
torrencial —y con el miedo— llega el olor de la sangre que doblega los
pulmones, penetra, ataca, jode, y te pones mal. Es domingo y del cielo cae una
balacera de agua que acobarda hasta a los perros gordos y matones que cría el
papá de Germán para que le cuiden la finca.
Y uno siente que de verdad se va a acabar el mundo, que todo está
perdido, que ya nunca voy a desayunar contigo, Monina, leyendo prensa, bebiendo
café, escuchando Led Zeppelin o Pink Floyd mientras nuestros hijos de cachetes
rosados como los de tu papá, dan tumbos sobre la alfombra —todos felices— allá,
en nuestro pent-house de la Quinta Avenida, en las alturas, apartados del ruido
y el afán.
IV
Llueve y los árboles tiemblan. Mi mamá tiene miedo y al igual que las
viudas escucha radio —pegada al tubo del lavadero, para que la emisora
sintonice mejor— esperando que Arandú la salve. Porque es domingo. Fin de mes y llueve y todos sabemos que mi papá en
días como hoy toma, y cuando escampe de pronto se le ocurre venir. A mí, al
verla temblar, me dan ganas de volar, allá, a la parte de arriba del cielo en
donde se la pasan las golondrinas, para que apenas empiece el torrencial pueda
subir, subir hasta desaparecer, como ellas.

Hoy me siento más fuerte que Blue Demon y quiero que venga, para que mi
mamá ya no tenga que temblar nunca más.
V
Después de que lo encontraron muerto, ahogado en la Mocacía, mi mamá
pudo entrar a trabajar en la fábrica de vestidos para muñeca de Míster Klevens,
y le fue bien. Ahora que era viuda se puso linda, como cuando joven, y no
volvió a escuchar en la radio las
aventuras de Arandú el Príncipe de la
Selva, ni a tener miedo. Pero al año siguiente cerraron la fábrica y
Enrique se la llevó a vivir con él, en Bogotá. Y todos nos fuimos del pueblo y
no regresamos jamás.
También quedó todo aquello que no te dije,
Monina. Quedó el piropo que ahogué en mis intestinos
porque pensé que jamás ibas a querer a alguien como yo, pobre y sin oreja. Si
hubiese reunido el valor suficiente, te hubiera esperado a la salida del Club
Social y te habría dicho: Tú eres mi
media naranja mecánica perfecta, pronunciando cada palabra con voz de duro.
Ya de novios —mientras te dibujo saliendo de la piscina, de medio lado,
secándote el pelo con una toalla, o saltando en un solo pie para que el agua
salga de tu oído— te habría contado de mis deseos de estudiar Artes, de mi odio
irracional por los perros chiquitos —los pekineses, sobre todo—; y de mi
frustración porque la naturaleza no me permitió tener una melena, una barba y
una pinta como la de John Lennon en las fotos de los Beatles cruzando el paso
de cebra de la londinense calle de Abbey Road. Seguro hubieras pasado tu mano
suave y blanca por mi cabello chuto, me habrías besado en la boca y hubieses
pronunciado alguna frase cordial, algo lindo en inglés, como una canción
compuesta por Paul McCartney, concierto de pequeños aviones de papel que
hubiesen despegado de tus labios volando —ahora sí— en exclusiva para mí. Quedaron mis luciérnagas, copulando, y sus hijas, y las hijas de sus
hijas y sus hijas y sus hijas… todas con el culo lleno de luz, iluminándoles la
vida a gentes que no saben de ti.
También quedó la sombra de todo lo que vino
después, mi vida, que ya no tiene sentido contarte:
Ese día lluvioso de
diciembre que no olvido, en el que me separé de una mujer que no me amaba; y
ese otro día triste —también decembrino— en el que Mark David Chapman le encajó
cinco disparos a John Lennon, frente del Dakota Building, en Nueva York, ciudad
de neón que todavía no conozco. Quedan mis días en Bogotá, viviendo con una
mujer que lee a Chéjov, con dos hijos ajenos y tres gatos siameses, en una casa
a la que se llega por una calle estrecha que tiene el aspecto de una abandonada
carretera lunar.
En ese pueblo, ahora tan ajeno para mí, quedaste tú, Monina, quedó
Míster Klevens, y el Marie Rogêt,
café que ya nadie recuerda, y donde ahora funciona una franquicia de Pizza
Nostra.
También quedó Nelson —el que después se fue a trabajar en un trasatlántico, hizo fortuna, y ahora vive en New Jersey dedicado a cuidar a su hijo de cinco años— el mismo que una tarde me llamó por celular exclusivamente para contarme que Pequeño Alf había muerto, hacía años, de una traba con ácido muriático, químico doméstico con el que su mamá limpiaba la estufa; su pobre mamá vieja y caritorcida que veintitrés años después aún no le ha dado su tercer ataque de trombosis, y a quien le importa un bledo que hoy te esté contando, Monina, que en aquellos lejanos días, apenas abandonada la infancia, todos amábamos a Monina Klevens.
* * *
Nota: Este relato obtuvo el Premio Nacional de Cuento Universidad Central, Taller de Escritores - TEUC, 2012. Las fotografías que acompañan el texto fueron tomadas en Miraflores Boyacá.
TODOS AMABAMOS A MONINA KLEVENS Y OTROS CUENTOS
Formato: LIBRO IMPRESO |
Autor: U. Central - Carlos Castillo Quintero, et al |
Editorial: EDICIONES B |
Tipo Presentación: Libro Impreso |
Tipo Formato: Tapa Blanda |
Número de páginas: 115 |
Alto: 21 cm |
Ancho: 14 cm |
ISBN: 9789588727608 |
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