Por: Carlos Castillo Quintero
Prójimo. (Del lat. proxĭmus). m. Hombre respecto de otro,
considerados
bajo el concepto de la solidaridad humana.
Prójima. f. coloq. Mujer de poca
estimación pública
o
de dudosa conducta.
DICCIONARIO
DE LA REAL ACADEMIA
Que el
mundo está lleno de envidiosos, intrigantes, resentidos y bellacos no es
ninguna novedad; redescubrirlo, sin embargo, no deja de ser fastidioso. Me
refiero a esa tropa de inútiles que están pendientes de quién tiene, hace, dice
o escribe algo para escupir su ponzoña.
A este asunto alude
el filósofo Emile Cioran en una carta dirigida a su amigo y traductor Fernando
Savater (fechada el 10 de diciembre de 1976), en la que sustenta por qué razón se
niega a escribir sobre Borges, ese
monstruo magnífico y condenado. Dice Cioran que el célebre escritor argentino
“Merecía algo mejor. Merecía haber permanecido en la sombra”. Porque un autor
al que todo el mundo cita, bien sea para apoyarse en él, para exaltarlo, o para
rebatirlo, está condenado a ser el banquete gratuito de una infinita e infame lista
de apestosos comensales. Porque “la consagración es el peor de los castigos”, afirma
el filósofo de la podredumbre, áureo perfume que exacerba el apetito de hienas,
chulos y otras especies carroñeras inhábiles para atrapar su propia comida,
reconocimiento, o celebridad. “No asome la cabeza, mijo —advierten las abuelas en mi pueblo natal—
porque se la bajan”. Así somos.
Y ese vicio de “Comer
prójimo” —en el sentido literal, pero también en el metafórico— es una tarea
que se cumple, con juicio, desde hace milenios. La Literatura , notaria del
trajín de los hombres y los dioses, da testimonio de ello.
Ovidio en las Metamorfosis narra, entre otras
ingestas, el banquete de hijos que se prodiga Cronos. Y si se tienen ganas de
pesadilla, brujas caníbales abundan en los cuentos infantiles. Baste recordar la
que se dedica al engorde de Hansel, mientras obliga a Gretel, la hermanita del
cebado, a que se ocupe de limpiar la casa.
¿Por qué la bruja —me
pregunto— se quiere comer al muchachito, y no a la niña? ¿Será que también hace
parte de la Real Academia
Española de la Lengua
que establece tan radicales diferencias entre uno y otra? Ya que, como
queda bien claro en el epígrafe del presente escrito, para esa Academia —vaya
uno a saber por qué— una cosa es el prójimo
y otra muy diferente la prójima. Puede
inferirse entonces, que una comida de prójimo
tiene que ver con la solidaridad humana (¡Cómase un amigo, sea solidario!),
mientras que un banquete de prójima
es muy distinto, y mucho más nutritivo a mi manera de ver.
Otra comilona literaria
en donde el plato único son los seres humanos, es la de los náufragos de Las Aventuras de Arthur Gordon Pym
(1838), novela de Edgar Allan Poe donde cuatro supervivientes dejan que el azar
decida quién de ellos debe sacrificarse para que los demás coman. Pasa igual
con unos silenciosos, aristocráticos y mutilados seres de Chesterton, en un perturbador
cuento en donde los asiduos de un exclusivo
(aquí adquiere toda su dimensión esta palabra) club londinense comparten un
secreto destino: han coincidido en un naufragio y cada uno, cumpliendo con un
pacto de ultramar, ha entregado alguna de sus extremidades como alimento comunitario,
único requisito para acceder a esa membresía.
Más crudo y directo es
“La carne” (Cuentos fríos, 1944)
breve relato del cubano Virgilio Piñera, en donde el protagonista ante la
escasez y carestía de la carne de res, un día decide cortarse un pedazo de
nalga y lo pone en el asador. El delicioso aroma atrae a sus vecinos y horas
después todos preparan suculentas cenas con su propia proteína. En el Silencio de los inocentes (1988), novela
de Thomas Harris, de la que conocemos la saga de películas protagonizadas por
Anthony Hopkins encarnando al macabro Dr. Hannibal Lecter, el canibalismo se
erige muy cerca de las bellas y delicadas artes.
Roberto Rubiano Vargas,
en Nouvelle cuisine (Cincuenta agujeros negros, 2008) —acabada
pieza de relojería literaria— lleva hasta el paroxismo el placer de la mesa y si
bien no especifica el menú del prestigioso restaurante al que va su
protagonista, sí deja muy claro que allí se desencadena, a diario, una cacería
de gentes y que algunas de ellas posiblemente terminan en la olla.
Otro colombiano, el
poeta Juan Gustavo Cobo Borda, prefiere los metafóricos placeres de la Necrofilia (así titula
su poema), dice: “Una de sus características
era lograr que cualquier / nueva relación terminase conviviendo con los cadáveres
/ de sus antiguos fracasos sentimentales… / Por ello todas las cartas de amor y
desamor quedaban / promiscuamente confundidas en la misma caja y todas / las
fugas hacia la dicha concluían en la ciudad ya visitada…”. Es decir “comer
del muerto”, así éste sea el propio corazón amante.
No se puede omitir la
súplica que en el Diario de un Loco
(Lu Xun, 1918) deja plasmada su paranoico protagonista, dice: Tal vez existan niños que aún no han comido
carne de hombre. ¡Salvad a los niños!
Y para terminar —luego
de estas literarias y literales comilonas de prójimo— retomemos la putrefacción
incubada en el alma de los envidiosos que devoran a sus semejantes usando su
redomada lengua, para lo que invoco la ayuda de Jotamario Arbeláez, el sobreviviente
príncipe del nadaísmo, quien en una de sus recientes columnas publicada en El
Tiempo clama, ora, exclama, llora un par de renglones a los que algunos bien
podríamos acogernos. Dice el poeta caleño:
"No le deseo el
mal a nadie, ni siquiera al Mal mismo ni al Maldito que lo reparte. Sólo que me
hago de lado cuando pasa un mal viento. Escribo como un ángel con las plumas
que arranco de mis dos alas, y me río de los críticos que apuntan que no sé
hacer un verso, cuando el palacete que habito lo levanté con mis premios de
poesía." Amén.
Publicado en El Diario, "Libro de Arena"
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