Por: Carlos Castillo Quintero
El hombre desde siempre ha necesitado del lenguaje para su existencia. El ancestral narrador de las cuevas de Altamira que con trazos geniales contó historias de caza, el narrador omnisciente y esencial de los relatos de creación, Scheherazada ―la fascinante narradora de Las mil y una noches―, el genialmente equívoco narrador de Don Quijote, hasta los escritores contemporáneos han precisado de la imagen y de la palabra para ser, para trascender.
Y en este arbitrario listado se mezclan seres de carne y hueso con otros de ficción, es decir se resumen las dos acepciones básicas de lo que sería un narrador: el hombre que cuenta su vida, y el personaje o personajes ficticios creados por un escritor para que en un pulido ejercicio de ventriloquia narren por él.
Esta segunda acepción de narrador viene de la narratología de Todorov, y lo señala como el sujeto que describe las acciones, define el espacio y tiempo narrativo, desarrolla los personajes y, esencialmente, se convierte en el interlocutor del receptor inmanente de ese discurso narrativo, es decir del narratario. Pero estas definiciones válidas en el contexto de la Academia, poco sirven al hablar del oficio de escribir. Allí me gustan más las posibilidades de la ventriloquia, es decir del arte de hablar con el estómago.
Se dice que este arte menor, propio de charlatanes, está orientado esencialmente al mundo del espectáculo y la feria. El artista debe ―y en eso radica su maravilla― emitir su voz en la forma más discreta posible, concediéndole a su muñeco la posibilidad de hablar sin que él mueva los labios, es decir a costa de su inexistencia. Si el ventrílocuo es bueno su personaje hablará, tendrá vida propia, y el público se olvidará de quien lo maneja.
Así, ese acto de habla consistente en representar de manera coherente una secuencia real o ficticia de acontecimientos, es decir la narración, queda en manos de un ser inexistente en doble vía: el autor que deja de existir a favor de sus personajes que narran, y los personajes que a pesar de “contar su vida” no existen, son apenas unos muñecos de feria, engendros originados en la cabeza del escritor.
Hay escritores que han hecho tan bien su trabajo, que el lector no los recuerda. Por ejemplo, se tienen tratos con Sherlock Holmes a través de varios formatos: novela, cuento, comic, caricatura, serie de TV, película, etc. pero es frecuente que sus seguidores no sepan ―o no les importe― quién es Sir Arthur Conan Doyle, su creador. Y quizá apenas recuerden a quien lo narra, el dedicado Dr. Watson. Aquí quien existe no es propiamente el narrador sino el producto de su arte: el personaje.
De eso trata la feria: un embaucador (el escritor) que habla con el estómago y pone su voz en un muñeco (el narrador) para contar las peripecias de alguien (el personaje). Después siguen los aplausos.
(Notas Quinto Encuentro Distrital de Escrituras Creativas,
Centro Cultural Gabriel García Márquez, junio 29 de 2010)
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