Mesalina, 1959, Antonio Saura
Por: Carlos Castillo Quintero
Hace veintisiete años vi la ciudad por primera vez. En el
Terminal de Transportes el frío se deslizaba —triste— por entre los buses de
Rápido Duitama (lasGacelas) y los de Coflonorte. Sentí ese viento gélido sobre
el rostro que anticipa la niebla, la aridez: primera maldición con la que
cargan estos riscos y que se atribuye a Hunzahúa.
Una muchedumbre rala daba tumbos entre las casetas de tinto,
los baños, los puestos de fritanga. Un voceador en muletas con gran algarabía
anunciaba la salida de los buses para el Valle de Tenza, y un niño de rostro
cetrino y greñas ásperas le competía las monedas. El lotero de ojos zarcos me
miró y, atento a las rutas de la fortuna, huyó de mi presencia. Seguí a los que
iban hacia la Plaza de Bolívar. Había muy pocos carros y mucha gente
melancólica, ida. En el Cenicero reclutas y domésticas amansaban las horas sin
mucho afán, tomados de la mano, mirando a hijos ajenos que correteaban a las
palomas. El Pasaje de Vargas me recibió: entré a la primera cafetería, a mano
izquierda, y una dama pálida, amable pero seria, me sirvió un tinto en un
blanco pocillo de Café de Colombia.
Era la primera vez que salía de Miraflores, mi pueblo natal,
para no regresar nunca más. Bastó un golpe de vista para saber que aquí, entre
esta bruma, la vida era dura: así lo reflejaban los rostros de los pensionados
que estaban a mi alrededor, sobrevivientes de la burocracia instaurada por una
monarquía politiquera casi analfabeta. Y quizá la vida no fuera dura, pero sí
aburrida.
No necesité mucho tiempo para tener pleno conocimiento de los
horrores que en esta ciudad de templos y rezanderas se cometen. Había recogido
mis pasos hasta el Terminal de Transportes, esta vez en plan de trabajar bajo
la autoridad de un paisano, un amigo de mi papá que tenía en arriendo esa
ruina. Supe entonces del Farolito, Casa verde y otros lupanares en donde una
Mesalina de ojos chinos ofrecía, desde hacía décadas, su cutánea magia. También
tuve noticias de que la Universidad era un barril de pólvora alimentado por
ideas que bajaban de la Sierra Maestra, viajando sobre el Caribe en casetes de
Silvio. La Universidad, a eso había venido aquí.
Encuentros casuales, averiguaciones callejeras y laberintos
de frío, me condujeron a la madriguera de los intelectuales y los poetas,
lectores compulsivos de Rimbaud, Verlaine y Mallarmé, indiscretos discípulos de
Walt Whitman, que subrayaban un ejemplar ajado del Manifiesto Comunista o del
Lobo estepario y que en los matices ordinarios de esas lejanas noches hallaban
un sentido de vida. Todos creían en la posibilidad de una sociedad más justa, o
más poética, por lo menos. Los anquilosados en el Palacio de la Torre no
pensaban igual.
La rueca, el Son montuno, Luna de Changó… entre otros nombres
simultáneos tuvo aquella madriguera. Los danzantes eran los mismos. Negadores
del frío y de Hunzahúa que hacían prolíficas las posibilidades de la palabra, el
color, la imagen y las ideas.
Y como un avatar (dice el Diccionario: En el marco del
hinduismo, un avatar es la encarnación terrestre de un dios, en particular
Visnú) allí estaba, en un extremo, el maestro Germán Villate Santander. Y en el
otro, como un íncubo áureo, fumaba el poeta Fabio Ocampo López, tiñendo la
noche de una eternidad provisional que era renovada al día siguiente.
Eso fue la ciudad hace más de cuatro lustros —la mía— y hoy
ha desaparecido. Quizá se la llevó al infierno la Mesalina de ojos chinos.
La noche ya no tiene esquinas.
El avatar de rasputínica barba y el íncubo fumador están
cuadrando cuentas con Caronte, viejo curtido que no cree en las poéticas
monedas de papel que le presentan aquellos viajeros.
Hace cuatro días vi la ciudad. Caminé por unos andenes
magníficos pensados para que la gente camine. Y me estrellé con una realidad
cruda y amarga, sin tensión: la de la politiquería que sigue señoreando,
incólume. Solo que ahora no es analfabeta sino que ostenta títulos de maestría,
lo que la hace peor. Mientras tanto el reggaetón y otros alucinógenos
atraviesan la ciudad: callejón sin muros en el que algunos están atascados,
crisis con salida.
También marchan —hacia una noche que desconozco— una cantidad
afortunada de mujeres bonitas.
Sé que aquí, en esta bruma, se cultiva una sensibilidad casi
legendaria, en conflicto perpetuo con la burocracia, los puestos y los
doctores… Sé que esto va a cambiar algún día. Sé que ser optimista es una forma
irracional de la inocencia, pero lo soy. Estupidez, dirían otros.
Termino esta estela fría y triste con una de las páginas del
Diario de Walter Gripp, escrito en los confines de Marte. Dice:
DÍA DIECISIETE
Ahora que las madres copulan con los fantasmas de sus amorosos
despojos.
(Colmena de condenados que asedian los extramuros de la
ciudad)
Ahora que huyen ―mudas― con la negada embriaguez de un crimen
del que no fueron capaces.
En este instante en el que los sapos adoran a Harry Houdini,
con la seguridad de que estarán aquí mañana.
Ahora que es un nuevo día sobre la tierra para que aquellas
desesperadas cautiven a los marinos.
En esta hora ciega, anudada con pañuelos negros.
Cuando ya no queda ni la perspectiva de un combate, y el
deseo es apenas un muñeco de cuerda, va mi canción fallida:
Dime, ¿qué poema te gustaría escuchar hoy?
Recuerda que los Hathaway
«…noche a noche, sin falta, sin ningún motivo, salen de su casa y miran
el cielo».
* * *
Publicado en El Diario, "Libro de Arena"
http://periodicoeldiario.com/index.php?option=com_content&view=article&id=774&Itemid=127
|
Comentarios
Publicar un comentario